El A R T E de M O N T E S O L
Lo visual y lo vital ocupan un lugar igualmente central en la vida de Javier Ballester, Montesol (Barcelona 1952), hasta el punto de fundirse. Su deseo de entender lo que le rodea cristaliza en su pintura. Pero ¿qué es lo que rodea a Montesol? ¿Qué es lo que desea plasmar en su obra? Como tantos en la era contemporánea, Montesol ha tenido una experiencia transhumante: ha tenido varias vidas en buena medida ligadas a la experiencia de lugares diferentes. En su caso, la cuestión ha ido más allá de adaptarse sucesivamente a lenguas o tradiciones locales más o menos diferenciadas. Las distintas “vidas” de Montesol, como manifiesta su producción artística, han estado determinadas por las circunstancias históricas, culturales o sociales que han enmarcado las ciudades en las que ha repartido su existencia.
No es extraño que en el imaginario de Montesol, Barcelona y Madrid sean universos distintos. La diferencia va mucho más allá de lo puramente biográfico, un aspecto que podríamos resumir diciendo que Barcelona se identifica con su infancia, adolescencia y juventud, y Madrid con su madurez. Montesol ha habitado en las dos grandes ciudades españolas en fases en que estas adoptaban significados muy diferenciados: de una parte su Barcelona era la ciudad que, en los cincuenta y sesenta, pasaba de la tenebrosa oscuridad descrita por Carmen Laforet en su novela Nada a transformarse, con la acogida de numerosos emigrantes procedentes de otras zonas de la geografía española, para ser la Barcelona descrita por Marsé en Últimas tardes con Teresa, y que en los setenta y ochenta es la vibrante, bulliciosa gran urbe que se prepara para dejar atrás el franquismo y entrar en la primera transición, con una vida editorial y artística en plena eclosión y con una vigorosa cultura underground cada vez menos marginal. De otra parte su Madrid, en cuya área metropolitana vive desde 1999, es la capital de las primeras décadas del siglo XXI, una época en que las instituciones democráticas establecidas en los setenta han dejado de percibirse como una conquista para entenderse como parte del paisaje, y en el que la cultura, a menudo entendida desde el poder como una actividad orientada a un público masivo, ocupa un lugar muy diferente al que ocupaba en la vida cotidiana de la ciudad.
Acostumbrado a narrar visualmente gracias a su larga experiencia como dibujante de cómic, Montesol describe en sus pinturas a Barcelona y Madrid como dos universos diferentes, dos formas de entender la relación con la vida en el marco urbano. Es cierto que entre ambos espacios hay que situar otra experiencia geográfica y vital bien diferente: la Bretaña francesa (o más concretamente la ciudad de Vigneux, en donde Montesol se inatala en 1992 con su familia) que actúa como una suerte de paraíso perdido entre las dos grandes urbes españolas. Bien por entenderse de algún modo como un espacio de retiro espiritual, un espacio privado, bien por no haber sido objeto de pinturas del mismo tipo que las dos ciudades españolas, la ciudad francesa nunca estuvo en el guión de la narración vital y visual a la que podemos asomarnos en esta muestra.
En la Barcelona de los setenta Montesol formó parte de los movimientos underground que caracterizaban buena parte de la vida cultural de la ciudad. Participó en la fundación de una de las primeras revistas de cómic underground españolas, Star, y ya en los ochenta, como miembro del colectivo “El Rollo enmascarado”, colaboró en revistas como Víbora, Cairo y Makoki. También colabora en Radio Juventud, con El show Montesol y Onliyú, y publicó álbumes de cómic como Vidas Ejemplares, Neo y Post y La Noche de Siempre, este último con guión de Ramón de España. A finales de los ochenta un hecho concreto parece marcar un punto de inflexión, el fin de una etapa y el comienzo de otra: el contacto con el marchante de arte contemporáneo Jean Pierre Guillemot le empuja a concentrar su trabajo en la pintura y comienza a exponer en galerías regularmente. Todo indicaba que la era contracultural tocaba a su fin, no sólo en la vida de Montesol.
Sin embargo el ciclo que parecía cerrarse entonces permaneció, de algún modo, siempre entreabierto para Montesol. En 2011, después de treinta años, retoma el cómic con la novela gráfica Speak Low (publicada por Ediciones Sinsentido en 2012). Lo concibe y realiza cuando ya lleva años plenamente asentado en Madrid y entregado fundamentalmente a pintar. Como si hiciera un recuento de la vida de varias generaciones familiares, y también de la suya propia, en esta novela gráfica Montesol recapitula quizá mezclando experiencias y ficciones, realidades y sueños –más bien pesadillas-, y lo hace desde el presente y con nostalgia, incluso diría que con una infinita tristeza. No es extraño que, por eso, en Speak Low aparezcan Barcelona y Madrid como lugares de referencia, y asome incluso la experiencia francesa, pero todo se contempla envuelto en la bruma de la evocación recuerdos lejanos y en buena medida dolorosos.
El regreso al cómic de Javier Montesol a la altura de 2011-2012 no me parece casual. Retornar al espacio plástico en el que se había iniciado indicaba, quizá, un deseo de medir sus propias fuerzas y hacer balance de su propio periplo a la altura de los sesenta años. Pero entretanto habían cambiado demasiadas cosas como para volver al origen sin más. El dibujante Montesol ya no era el mismo de antes: se había formado, como él mismo ha explicado en repetidas ocasiones, en la cultura francófona. La películas de Jacques Tati y los comics de Hergé –ambos de impecable pulcritud- fueron referentes importantes en su aprendizaje visual y sentimental, y así se veía en su obra juvenil. Pero ha necesitado en cierto modo negarlos, o al menos alejarse de ellos para tomar perspectiva y afirmar la propia personalidad adquirida a lo largo de una trayectoria vital ya dilatada: frente a la línea clara de las viñetas de Tintín, Montesol propone en Speck Low un trazo gestual, voluntariamente sucio y pictórico, que antepone el carácter expresivo al descriptivo. Algo parecido ocurre en las imágenes de Barcelona y Madrid sobre lienzo que vemos en esta exposición, ya sean en formato grande o pequeño, pinturas o apuntes. Siendo casi siempre reconocibles para quien conozca ambas ciudades, los lugares de Madrid y Barcelona seleccionados por el artista aparecen tamizados por el protagonismo que adquiere la mancha, la textura, y el trazo rápido. Estos se imponen a la línea de contorno y la superficie de color sólido y de límites precisos, como oponiéndose a la línea clara en la que se había formado su sensibilidad inicial. De hecho, nada en estas pinturas es neutral: todo aperece cargado de sensaciones, incluso de emociones. La Barcelona que aparece en las pinturas que pueden verse en esta muestra no es la ruidosa escena contracultural experimentada en primera persona por Montesol, sino ciudad en la que aquel espacio se ha convertido con el paso de los años: es la Barcelona actual pero literaturizada, soñada en la lejanía, casi fantasmal. Una ciudad en blanco y negro. Madrid, por su parte, llena de color, se reconoce más bien como un lugar de cruce, un conjunto de arquitecturas, calles y plazas emblemáticas, históricas o recientes, que funcionan como enclaves anónimos, a menudo impersonales a pesar de estar llenos de gente, en donde se mezclan quienes siempre vivieron allí como quienes, como Montesol, se instalaron en algún momento más reciente de la historia.
Las pinturas que Montesol ofrece no son meras transcripciones visuales de espacios urbanos sino algo distinto, algo en lo que pintura y experiencia vital se funden. Ojalá que la pintura de Montesol ayude a la experiencia vital de los pacientes de ELA. Ojalá que la contemplación de estas imágenes contribuya al impulso de la investigación sobre esta enfermedad y a mejorar, de forma diaria y continuada, la experiencia vital de sus pacientes.
Escrito por María Dolores Jiménez-Blanco
Escrito por María Dolores Jiménez-Blanco